Hacer que otros hagan algunas acciones bajo supervisión es un imperativo que en la producción de obra instala una distancia crítica respecto del travestismo y desplazamiento de la manualidad y del oficio en algunas prácticas de arte contemporáneo. En la escena chilena podemos señalar que Dittborn (Eugenio) puso las cosas en estos términos cuando solicitaba a un niño pre-alfabetizado que escribiera sobre las portadas de un periódico o simplemente sobre una hoja de cuaderno en la que debía inscribir su indigencia escolar. Esto significa sacar las castañas con la mano del gato. Hacer que otro cometa el acto de significación.
Francisca Aninat comenzó a visitar salas de espera de consultorios de atención pública, donde un importante contingente de población de emigrantes realiza la experiencia de pasar un número importante de horas, ya sea, para ser atendido, ya sea para saber noticias de quien se está atendiendo. Lo cual significa un espacio cerrado en el que se acomodan -es un decir- personas que comparten -lo quieran o no- determinados niveles de ansiedad que se convierte en un estado de suspensión angustiosa.
Sin embargo, también comparten un sistema de exclusiones, ya que los extranjeros experimentan la regulación corporal de los servicios de salud, a los que accede solo si se está en posesión de los papeles en regla. Doble exclusión, entonces, puesto que una vez habilitado el acceso administrativo, deben padecer las normas del sistema de atención de salud del país que los acoge. En sus países de origen, la gran mayoría de ellos no tenían acceso a atención primaria, de modo que, trabajar en nuestro país no solo significa cumplir con las normas de extranjería, sino disponerse a ser atendido bajo una condiciones en que lo que primero se hace manifiesto es el reconocimiento de que vienen de fuera y representan un problema en cuanto a docilidad.
Una sala de atención, entonces, reúne a los agentes que configuran el mapa básico de la exclusión.
En el curso de estas visitas a esta sala que puede ser percibida como un “campo minado”, en términos simbólicos, Francisca Aninat realiza una aproximación personal, delicada, respetuosa, que tiene como corolario la distribución entre algunas de las personas en instancia de espera con las que teje una complicidad mínima, trozos de hilo, cáñamo, cartones, papeles, para que ocupen sus manos durante la espera. El trabajo recién ha comenzado. No es casual que los implementos considerados provengan de los residuos tanto de actividades de corte y confección como de ordenamiento de la vida doméstica. En cierto sentido, tienen que ver con acciones relacionales ligadas al reacomodo de ropa y a la cocina y al almacenamiento de menestras. De modo que ofrecer ocupar las manos con estos implementos implica prolongar en la sala de espera elementos que reproducen el hogar.
Ocupar las manos es tan solo una forma aparente de matar el tiempo; por que lo que está en juego es la prolongación de lo hogareño en un terreno de hostilidad. De este modo, Francisca Aninat elabora un “trabajo de asistencia objetual” que des/localiza la ansiedad de la espera y la convierte en un insumo para la recuperación del ánimo.
Su investigación la condujo a abandonar las salas de atención de los servicios de salud convertidos en oficinas desplazadas de la policía de migraciones, para sumergirse en la vida de los centenares de migrantes peruanos que circulan por los alrededores de la Plaza de Armas de Santiago y que se detienen a conversar en locales de comida peruana , habilitados inconscientemente como extensiones de una embajada, que goza de inmunidad territorial. Esta especie de protección imaginaria la proporciona la convivialidad generada en torno a la comida criolla. Así como en la sala de espera, ocupar las manos prolongaba la casa, en este caso, la comida prolonga la casa natal, la casa de origen.
En la galería Macchina -(Escuela de Arte de la PUC)-, en el curso del 2013, Francisca Aninat dispuso el resultado de una investigación relacional que venía desarrollando desde hace largo tiempo. El cúmulo de conversaciones tendrían un resultado efectivo. Al cabo de un primer periodo marcado fuertemente por la construcción de un ámbito conversacional, logró comprometer a sus interlocutores en un trabajo que resultó un poco más complejo que el anterior. El resultado le permitió instalar un número apreciable de colgajos confeccionados por migrantes peruanos que circulan en las proximidades de la Plaza de Armas, a quienes ya había visitado y acompañado durante horas en locales de comida.
De un modo análogo a como lo había realizado en las salas de atención de salud, solicitó a un número reducido de personas aceptar algunos de los objetos de origen doméstico que había entregado a quienes poblaban la sala de espera. Solo que esta vez, agregó algunos objetos escolares porque la inscripción de sus hijos en el sistema escolar consolidaba la vigilancia social del consultorio y aseguraba una cierta noción de soberanía simbólica. Acceder al servicio de salud significa demostrar que se está en posesión de papeles adecuados e inscribir a los niños en la escuela es una prueba de que se cumple con las leyes del país.
El cambio de escenario no fue drástico, sino que aseguró la secuencia de espacios donde es preciso dar prueba de cumplimiento de normas. De modo que este cambio de escenario le permitió acceder a un tipo de residuo imaginario que se verifica en el único espacio sobre el que no se puede exigir prueba alguna de probidad o de cumplimiento: el terreno de la lengua, que está ligado al terreno de la cocina como territorio desplazado de una sensualidad compensatoria. No era casual, después de las las salas de atención dirigirse a las cocinerías.
En estos lugares, luego de compartir largos desayunos, les solicitó confeccionar testimonios manuales, realizando pequeñas entrevistas que dieron curso a largos relatos de viajes. Tan largos como los efectos de viaje que ponían en evidencia dos situaciones críticas: el dolor filial y el fantasma de regreso.
Las personas comenzaban a hablar de sus abandonos y lo hacían manipulando pelotas de lana, de hilo; retorciendo cintas de plástico, plegando papeles, corcheteando trozos de cartón, etc. En algunos casos, daban forma a pequeños e imposibles artefactos de escritorio. Mientras hablaban de lo perdido, recomponían fragmentos de la lengua madre para conjurar la tragedia del viaje; el viaje (a)signado como tragedia de la certificación de residencia. Se lucha contra la falta de papeles. Los sin-papeles han pasado a ser una nueva categoría de desplazados. Pero ejercen funciones sustitutas en la escena productiva. Antes del papel, entonces, está el relato oral. Lo certificable como impreso y lo asignable al campo de lo aproximado mediante le imperio de la palabra, de modo que nada de eso pueda convertirse en papel-picado.
Es así que los objetos fabricados por los autores de relatos trabajan para que el grano de la lengua no sea convertido en papel picado. Porque, en definitiva, todo puede ser convertido en papel picado, sinónimo de irrelevante, de algo que no es digno de ser recordado. De ahí que el énfasis esté puesto en fabricar volúmenes que sean lo más parecido a una pilgua, es decir, un arcaico saco de malla que servía para transportar objetos-ayudantes. Eso se llama producir densidades.
Estos objetos son mitad talismanes, mitad recuerdos, un poco inútiles, que remiten a viejos juguetes que sobreviven a los estragos infantiles o a estuches y cajitas que conservan viejos olores que seguimos guardando sin razón alguna en el fondo del cajón de una cómoda hogareña. Un viajero suele dejar en su lugar natal esas cajitas, para que lo reciban a su regreso. Son los tesoros que justifican, en parte, el regreso.
Solo que aquí, en un cierto exilio, estos objetos son fabricados en forma paralela al decurso de la palabra registrada, en una situación de corta convivialidad. De todo esto habla Agamben en un pequeño texto titulado, justamente, Los ayudantes, y se refiere a ellos como “testimonios de un edén inconfesado”, porque todo esto, en el trabajo de Francisca Aninat, corresponde al relato de un edén perdido, que ha sido sustraído durante el viaje, para consolidar el hilo de la palabra contra/hecha.
No pudiendo existir un depósito para estos objetos, los colgajos resultantes son una solución temporal y sustituta que condensa para “la eternidad de su exhibición” el grano de unas voces cuyo hilado reproduce las condiciones para el viaje de regreso. Ya no se trata de un tiempo muerto, como en la sala de espera del consultorio, sino de un tiempo suspendido, que debe ser borrado por el regreso a casa.
Muchas de las entrevistas fueron grabadas de manera artesanal. No importaba la calidad técnica del registro, sino que bastaba indicios que sirvieran para distribuir un fondo sonoro de referencia, un vago rumor apenas audible, donde algunas apalabras eran más perceptibles que otras, como si fueran objeto de una selección de acuerdo a un código pre-establecido. En el montaje, esta situación es puesta en evidencia mediante la instalación en el interior de los colgajos de unos parlantes insuficientes, que provienen del desarme de radiotransistores y grabadoras de antigua fabricación. Las voces apenas audibles se dejan escuchar desde estos restos tecnológicos dispuestos en el interior de los colgajos, como si fueran traductores de un texto inolvidable. (¿Para que “sirve” el arte sino para recuperar las voces inolvidables de una lengua perdida?).
Los colgajos se obtienen de la conversión de metros de material fragmentado, ya sea pedazos de cartón o de género, cosido a mano de manera inexperta e incierta, solo destinada a mantener estable un estado de materia groseramente autosostenida. Porque si hay colgajo, hay manifestación de la gravedad, como he dicho, bajo condiciones de densidad suficiente. Pero los propios colgajos poseen a su vez hilachas que sobresalen, que cuelgan en segundo grado, como si fueran restos dispuestos en un banco de piel. Pero buscando consolidar una cicatrización que hará bulto sobre la continuidad de los recuerdos más irrepresentables.
Este es el momento de mencionar un segundo ejemplo precedente para estos severos ejercicios de confecciones delegadas. Mario Navarro, en la Bienal de Liverpool, solicitó a pacientes convalecientes de graves accidentes viales de los que habían resultado con vida, pero sufriendo un daño cerebral relativamente importante, que dibujaran mapas de relaciones. Los pacientes dibujaban los mapas de sus viajes de regreso, como un monumento gráfico que operaba en el campo del arte como un elemento ejemplarizante, destinado a pensar el papel del artista en términos similares al papel del paciente que ha sido rescatado con daño severo de un accidente. El artista designa el efecto estético ligado a la severidad del accidente social que legitima su existencia. Existen prácticas rituales cuyos efectos efectos estéticos son más consistentes que los que pudieran alcanzar algunas producciones artísticas en el campo del arte.
Las voces inaudibles reproducidas por los parlantes incrustados en los colgajos cumplen este rol, parecido a las palpitaciones de la manzana del espantapájaros que devora el gigante egoísta en el cuento de infancia. El monigote tenía de corazón, una manzana. Cuando ya no cumple su papel, el gigante dueño del huerto lo echa al fuego. La manzana cae al suelo y el gigante la devora. Sufrirá una conmovedora transformación. El parlante es quien reemplaza a la manzana del cuento infantil y guarda su capacidad retórica; es decir, de hacer que el discurso se convierta en voluntad de acción. Por ejemplo, la voluntad de definir el relato sobre el fantasma del regreso. De otro modo, no habría viaje.