Esperar es un verbo extraño. Si cuando niños aprendemos que los verbos son las palabras que designan una acción, cabe preguntarse qué tipo de acción es la que se ejecuta cuando se espera. Es, de alguna forma, una no-acción; o una acción que desplaza la atención a lo que debe ocurrir o hacerse después de que uno termine de esperar. Esperar, entonces, como un no-hacer, una no-acción y un no-verbo. También el tiempo de la espera es peculiar, un tiempo al que se le quiere hacer trampa, pues lo que desea quien está esperando es que pase rápido. Esperar es muchas veces desesperar, porque el tiempo no pasa.
La esperanza que surge como horizonte de la espera es que el tiempo transcurra ojalá lo más rápidamente posible. Es así asimismo un no-tiempo. No sin razón se habla de tiempos muertos. Tiempos en los que el tiempo paradójicamente se hace eterno, aunque, o quizás justamente porque, queremos lo contrario: que vuele, se haga imperceptible y que llegue lo que estamos esperando.
En Ejercicios de espera, Francisca Aninat se instala en uno de los lugares específicamente ideados para esperar: la sala de espera de un hospital. Si la espera ya se colma de extrañeza, la espera en una sala de espera de un hospital es todavía más paradójica. ¿Qué se espera ahí? Ser atendido, recibir noticias acerca del estado de la salud, información sobre lo que ocurre en el espacio opaco del propio cuerpo o de uno
de alguien cercano. En algunos casos, un veredicto acerca de la vida y la muerte; sus posibilidades, potencias y agenciamientos. Muchas veces quien espera una de estas cosas o todas ellas en simultáneo, espera con ansiedad, que no es lo mismo que con ansias, aunque puede serlo. Quien espera puede en realidad querer, de manera más o menos consciente, que nunca llegue a acabarse la espera. Las noticias pueden ser malas, irrevocables. Pero también pueden ser redentoras. Esperar en esperanza de la salud.
Las salas de espera suelen parecerse una a otra de forma endemoniada: la espera pareciera querer ser aplacada por la neutralidad del espacio. Asientos plásticos, colores poco llamativos y cierta incomodidad estructural que acentúa la idea de que solo se trata de esperar… no de quedarse. Es decir, a la no-acción y al no-tiempo se le suma el no-lugar, para parafrasear a Marc Augé, que con este término capta la predominancia de espacios sin identidades y asépticos en nuestros tiempos de hipermodernidad. Espacios donde el sujeto que los habita permanece en anonimato y se vuelve intercambiable con otros.
Aninat, para realizar su proyecto Ejercicios de espera, se sumerge en el mundo de la sala de espera del hospital San Juan de Dios, un hospital público del centro de Santiago. Se sentará a esperar, junto a los pacientes o acompañantes de ellos, y les entregará pequeños y simples materiales, para que hagan algo con ellos. Hacer algo para no hacer nada; hacer algo para colmar el tiempo de espera, alivianarlo o darle algún contenido. Mejor: “Matar el tiempo”, matar esos tiempos muertos de la espera. Con fósforos, pequeños trozos de tela, hilo, lana y alambres los y las pacientes —paciente debe ser quien espera— arman figuritas, mini esculturas, artesanías. Los nombres que se le puede dar a los objetos creados son imprecisos, pues el cúmulo de objetos que fueron haciendo los convocados a participar es variado. Algunos no parecen más que un jirón de alguna tela, un resto de lana que alguien estuvo amasando para aplacar el aburrimiento. Otros emulan objetos de culto de nuestras culturas prehispánicas, fetiches o tótems destinados a ceremonias. Conviven ahí, en este ejercicio al que Aninat convocó, todos estos pequeños objetos en los que se difuminan las fronteras entre arte y artesanía, entre lo que Walter Benjamin identificó como objetos “cultuales” y objetos culturales.
En su ensayo La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica, Benjamin recuerda que las primeras obras que podríamos llamar estéticas solían tener un valor “cultual”, es decir, cumplían alguna función, la mayor parte de las veces asociada a algún tipo de rito o culto religioso. Estaban inmersos en un culto y no eran objetos que estaban pensados para ser exhibidos fuera de ese contexto. El giro hacia el arte podría anclarse en el desprendimiento de determinados objetos de su función “cultual”, lo que Benjamin denomina su valor cultural. El museo en tanto espacio de exhibición pura es, así, el emblema de este giro hacia el arte cultural.
Los objetos creados y exhibidos en Ejercicios de espera parecen recordar y performar al mismo tiempo ese tránsito de lo “cultual” a lo cultural. Forman parte de un ritual; aquel ritual de cabalgar el tiempo, de convertir el vacío de la espera en algo, de hacer que la nada devenga en un sentido. El ritual de la espera se encarna en estos pequeños objetos que rinden culto a un tiempo detenido para transformarlo en otra cosa. Al ser exhibidos luego en la exposición de Aninat, dispuestos en largas mesas negras, cuidadosamente iluminadas, estos objetos rituales se convierten en obras de arte cuya función es estética. El lugar y la forma en que están exhibidos los vuelven objetos museales, expuestos a la mirada del espectador. Francisca Aninat extrae las pequeñas figurillas de la sala de espera y las posiciona en el museo; el tránsito no es solo espacial sino funcional, va de lo cultual a lo cultural.
El tiempo de la sala de espera también es un tiempo que se impregna en los objetos creados y, por ende, a la propuesta de Ejercicios de espera. Francisca Aninat estuvo yendo por meses al San Juan de Dios conviviendo con los pacientes e invitándolos a la creación de sus objetos. Esperar junto a quienes esperan, ver sus esperas, cargarse de sus historias, que necesariamente emergen, a veces con tintes trágicos, en una sala de espera de un hospital público, forma parte de la obra de arte. Una obra, entonces, del y sobre el tiempo. Como es común a la manera de hacer y concebir el arte de Aninat, el comienzo y el fin de una obra son difusos. La artista retoma sus tópicos, sus temas y prosigue girando en torno a las preocupaciones que una obra abre. Aninat también estuvo yendo a la Posta Central reiterando la convocatoria a los pacientes a convertirse en artesanos-artistas. El hospital San Juan de Dios y la Posta Central son dos emblemas de la salud pública de Chile y evidencian tanto sus logros como sus fracasos; asimismo, son lugares de convergencia de lo que es la población de nuestro país y las transformaciones que ha sufrido, por ejemplo, en temas de migración y precarización. También esos objetos que vemos llevan las huellas de esas historias que sin ser contadas quedan, silenciosamente, materializadas en la forma en que la lana se adhiere al alambre, o en que un pedazo de tela envuelve un fósforo.
Las formas en que se vincula la espera con los objetos creados son misteriosas y pasan por canales oscuros, en gran parte inaccesibles para la conciencia. Como en las palabras y los gestos que develan, sin e incluso contra nuestra voluntad, lo que nos pasa —aquellas que pesquisa el psicoanalista en el diván—, en Ejercicios de espera también se asoma el terreno de lo inconsciente. ¿Qué piensa la cabeza, mientras el cuerpo espera y las manos crean, sin mucho plan, con materiales simples algún objeto que parece aleatorio? ¿De dónde vienen esas figuras, esas formas particulares de enrollar un alambre con tela? ¿Qué dicen sobre la persona que las hizo? Hay algo en la espera que lleva consigo la disociación de cuerpo y mente, y que libera flujos impredecibles. Algo que recuerda el mundo de los sueños o de la asociación libre, donde lo que aparece está cargado de la sorpresa y la familiaridad al mismo tiempo. Algo de lo que Freud llamó en su homónimo ensayo lo “ominoso”.
Si una de las maneras en que fueron exhibidos los objetos creados por los pacientes fueron las mesas negras —emulando acaso mesas de disección—, en otro momento Aninat individualiza cada objeto en cajas de conservación, para luego imitar con su trazo los movimientos y figuras que los objetos proponen. Como si de una especie de reescritura se tratara, la artista vuelve al ritual de la pintura de algo preexistente, para recuperar un trazo, podríamos pensar, y sentir el tiempo que quedó encarnado en esa figura que ahora se traspasa al papel.
Treinta Días, reza un grabado en una caja blanca otro objeto que se suma a esta obra, en la que se vuelve, desde otro soporte, incluyendo el grabado como técnica, a la experiencia de la espera de los pacientes. Hay apertura en esta suma potencialmente infinita de diversos materiales, soportes, técnicas por los que la obra transcurre sin nunca culminar, quizás como esa espera cuyo umbral tiene que ver con el que se abre entre la vida y la muerte.
Ejercicios de espera borra los límites entre el creador y lo creado. No es el objeto el que importa por sí mismo, sino todo el proceso en que estuvo involucrado; desde la entrega del material a los pacientes, a los objetos recolectados, reordenaos en diversas disposiciones, hasta el trazo de la artista que vuelve, desde el dibujo o el grabado, a los movimientos de lo que hicieron los pacientes mientras esperaban. La obra se despliega en un devenir y un traspaso de materiales y sujetos, que va desde la artista al hospital y sus enfermos, para pasar al taller donde la artista los retoma. La exhibición de los objetos si bien es fundamental, es solo una estación más en este recorrido que Aninat extiende por distintos espacios y tiempos. Una obra que en su acontecer se colma del tiempo y vuelve palpable la extrañeza de la espera (y desde luego surge la pregunta: ¿hace aquí aún sentido hablar de obra, como si de una cosa unitaria se tratara?).
Recorrer el taller de Francisca Aninat es una experiencia que entra en sintonía con lo que sus obras provocan al verlas exhibidas. Más que estar frente a cuadros u obras terminadas, pareciera que se ven materiales varios que entran en fluctuantes comunicaciones unos con otros. Preocupaciones, sentidos, experimentos que se plasman en pinturas, en libros, en palabras escritas y pintadas, en telas rasgadas y cocidas, en hilos que atraviesan diversos materiales. Uno pareciera estar en un espacio de continua modificación, donde ninguna obra se cierra sobre sí misma, sino que va atravesando espacios y tiempos. El taller extiende una invitación a hurguetear en él, como si fuera una especie de biblioteca, pero una de corte borgeana, donde el orden es solo una apariencia que no logra domesticar nunca del todo el caos que fluye por todas partes. Dan ganas de tener tiempo para recorrer lo que el taller contiene. Recorrerlo con los ojos, pero también con los dedos para sentir las protuberancias de la pintura, seguir el grueso hilo que une y atraviesa, abrir y hojear los libros de tela. Uno de los rasgos más notables del arte de Francisca Aninat es que es tan inteligente como sensual. Hay conceptos y nociones que sostienen las propuestas y que invitan a pensar junto a la artista. Ejercicios de espera es un claro ejemplo de ello. Pero la idea no termina por ahogar lo que ocurre en un plano más afectivo y sensorial con el arte: una captura que pasa por lugares más recónditos y que son más difíciles de describir. Lo que hace que nuestra mirada se detenga y se sumerja en una imagen, en un trazo, en un objeto; lo que hace que sintamos ganas de tocar lo que vemos, porque los ojos no agotan lo que nos provoca; lo que hace que recordemos ciertas sensaciones que la obra nos dejó.