'PATIO DE LUZ' · JUSTO PASTOR MELLADO

Una vez en 1940,  durante la “drôle de guerre”, en un hospital de la retaguardia,  un herido, un soldado iletrado, le pregunta a otro herido postrado junto a él: “¿Qué fue lo que Victor  Hugo escribió sobre el amor?” Entonces, el otro comenzó a recitarle unos versos: “He aquí el instante en que aquella con quien dormí / Oh, Señor, ha dejado mi sábana  (mi mortaja)  por la vuestra”.  Entonces, en todos los hombres, a los que apenas les era familiar la poesía, estos dos versos detuvieron, por así decir, el gran murmullo del dolor. 

 

El martes 8 de noviembre del presente, visité la instalación que Francisca Aninat montó en el Patio de Luz del Hospital San Juan de Dios.  Lo que hizo fue disponer unos libros-de-tela, en  medio de una “ambientación”  construida usando ejemplares de un heteróclito museo de la medicina.  En los libros recogió los testimonios de pacientes que hacían  relatos diversos  acerca de su condición hospitalaria.   A través de estas transcripciones resumidas y fragmentarias   dispuso un tipo de  material lingüístico que reemplazó a los objetos que hizo fabricar –para un trabajo anterior- a  pacientes  ambulatorios durante su permanencia en las salas de espera.   De este modo,  pasó de los objetos-fabricados-por-otros durante los tiempos muertos a la transcripción de relatos que  se acercaban a los tiempos de la muerte.  Estos tiempos debían ser  exhibidos en otro esquema, que debía incluir la ruina del mobiliario hospitalario, como un discurso  especular desmantelado,  pero a la vez, como discurso del  desmantelamiento de  una historia.

 

De este modo se entiende por qué alternó la exhibición de los libros de estadísticas y de ingresos, que representan a la institución en su historia, con los libros confeccionados a mano usando retazos de tela, costuras, tintas, óleos, con una encuadernación básica, similar a la que se emplea en los servicio judiciales para reunir expedientes en un mismo corpus. Pero en este caso, el papel de las fojas es reemplazado por una tela que  adquiere los atributos de una sábana almidonada, recortada en mil pedazos, cuyas partes son de nuevo cocidas, recomponiéndolas siguiendo el orden de secuencia de las páginas de un libro-de-trapo. 

 

En el recorrido que hice con Francisca Aninat por algunas dependencias del hospital, me mostró con extraordinario interés el ala de lavandería y de re-acomodo. Al fondo, me señala, hay máquinas de coser para reparar todo tipo de  géneros: sábanas, almohadas, paños, vestuario médico, de enfermería, etc…   Había, entonces, una lavandería industrial hospitalaria con su espacio para la recomposición doméstica de la merma de material.  Aquí, el énfasis está puesto en la reparar de la palabra mediante la costura básica de un cuerpo editorial que   re-acomoda el sentido del servicio.  Lo que en esta nueva fase de trabajo,  Francisca Aninat recoge  la palabra de los pacientes,   camilleros, enfermeras, médicos,  autoridades hospitalarias, etc., a los que solicita un relato que  luego traspasa a las páginas del libro-de-trapo. Pero solo son  unas cuantas frases que reproducen  estados de excepción  verbal que dan cuenta  del deterioro del propio cuerpo. 

 

Sobre un mueble de madera que durante décadas sirvió de escritorio para llevar los libros de registro, dispuso la materialidad de algunos de estos ejemplares junto a los libros-de-trapo, combinando dos formas de registro, una administrativa y la otra personal.  Es decir, puso en evidencia la gráfica funcionaria en su disputa de visibilidad institucional con la (picto)gráfica autoral[1].

 

Los demás muebles son metálicos y están pintados de blanco. La pintura está convertida en una tonalidad que  denota un largo uso y una etapa inevitable de acumulación en bodegas de consigna de mueble e instrumental dado de baja, pero inventariado.  Así como Francisca Aninat  modula y transfiere  la palabra de los pacientes con los que establece lazos mínimos de complicidad, la propia institución  exhibe el acopio de su propia memoria material  a través del trabajo de una artista con la elabora,  también, condiciones mínimas de complicidad.   

 

Durante la visita, la encargada de prensa del hospital, la periodista Karla Albarracín , me  entrega algunos indicios de la historia del hospital que Francisca Aninat ha puesto en tensión.  Este tema, por si solo, amerita un estudio especial. No se trata, entonces, de solamente poner en escena una palabra, sino de colocar en evidencia la objetualidad residual a través de la que el hospital da a conocer una historia de los propios servicios de salud. Sin embargo, este no era un propósito inicial en su trabajo. Aparece aquí  ejerciendo como un residuo metodológico que no puede dejar de estar presente y  que  re/contextualiza las operaciones de inversión gráfica que ya he señalado.  

 

Pero es aquí que debo justificar el haber comenzado esta columna con la mención a los versos de Victor Hugo.  La verdad es que sus versos pueden tocar a los más humildes, porque tienen como fondo común la experiencia universal del  amor, abandono y de la muerte. 

 

En esta novela  de no ficción por entregas, lo que debo decir es en 1959,  un tipo como André Malraux ilustra su concepto de cultura como una comunión a través de experiencias universales que después de la religión, solamente el genio del artista es capaz de inmortalizar. Recuerdo que en algún lugar, Jean Clair hace referencia a la frase de Malraux sobre el “abandono de los dioses”, como prolegómeno a su teoría sobre cómo después de la Segunda Guerra, los museos de arte contemporáneo pasan a sustituir el espacio de la “templaridad”.  Para Malraux, solo el artista puede reubicar -mediante una experiencia universal-  la existencia de lo sagrado. 

 

El verso de Victor Hugo le es recitado a un herido  iletrado por un paciente letrado que transmite, por un instante, la capacidad que estos mismos versos tienen de  “tocar (emocionar) y  vincular” a hombres de cualquier condición, que ya han sido reunidos por el compañerismo doloroso de un hospital de guerra.  Pero este párrafo lo he obtenido de la lectura de un libro escrito por Philippe Urfalino y publicado en el 2004 por ediciones  Hachette, bajo el título de “L´invention de la politique culturelle (La invención de la política cultural)”, que encontré en una venta de saldos de la Librería francesa, frente al colegio. La fuerza de este pasaje evoca la potencia del arte, en un léxico “muy 1959”, en su conexión con la experiencia de la guerra y los ideales de la Liberación. Es en este contexto que Malraux coloca su discursividad ante diputados y senadores para explicar su proyecto de ley. 

 

Las operaciones de Francisca Aninat  son portadoras de esta potencia del arte como “simpatía vivida” que no busca ser “enseñada” sino ser puesta en comunión con la creación contemporánea.  Todo esto significa que aquello de lo que hablo, dice Malraux, deje de ser un privilegio al que se accede por  azar  en un hospital militar, sino una experiencia para que los hombres entiendan (escuchen) las palabras inmortales que debieran pertenecerles. Las palabras (estos versos) pertenecen a todos y nuestra función, afirma Malraux en su discurso, es  hacerlas conocer por todos, para que todos puedan poseerlas.  Es aquí que  tiene lugar el nacimiento de la “ideología del acceso”  como soporte  simbólico de  la la “institucionalidad cultural”. 

 

Lo que ocurre  en este contexto es que en el trabajo de Francisca Aninat, el verso de Victor Hugo es sustituido por el “encuentro de las palabras” y su transcripción a los libros-de-trapo como los residuos de una experiencia universal ante la muerte, en un mundo (ya) sin dioses.