“PATIO DE LUZ”, POLVILLO DE EXPERIENCIA · FERNANDO PÉREZ

Entrando al patio de luz del Centro de Diagnóstico y Tratamiento del Hospital San Juan de Dios, a la derecha, uno se encuentra con una acumulación de máquinas y artefactos desechados, ruinas del avance de la ciencia, novedades anticuadas, de última generación en su momento y ahora entregados a un destino de perpetua obsolescencia. Hay una incubadora antigua, una pesa balanza para niños, una máquina de coser, un voluminoso computador, seguramente ultramoderno en su momento, del que sale una tira de papel como sacándonos la lengua, una silla con tres ruedas, lentes magnificadores, una máquina con perillas y cables que sugieren descargas de voltaje variable sobre un cuerpo conectado a ella, artefactos que dispuestos en exposición podrían ser objeto de una mirada atenta a su aspecto, a lo que testimonian del momento en que fueron usados, a las huellas que conservan de quienes los manipularon o fueron tratados por ellos, pero que abandonados como estánno son más que un cúmulo ilegible de chatarra parecida a la que se agolpa en la bodega de cualquier casa gracias a nuestra compulsión de conservarlo todo y nuestra incapacidad de incorporar al presente aquello que ya no necesitamos y que sin embargo no sabemos, no podemos, no queremos descartar.

Estos objetos son y no son parte de la muestra de Francisca Aninat titulada justamente “Patio de Luz”, funcionan como sus márgenes, casi podría decirse su marco, un perímetro espacial interno al espacio en que se sitúa su instalación, un patio techado de varios pisos de altura, originalmente destinado a los pacientes que esperaban ser atendidos, pero desde hace ya tiempo convertido en un espacio donde fueron a parar estos objetos inservibles que son considerados parte de la colección de un “museo del hospital” inexistente, virtual, que podría activarse si alguien, como lo hizo la artista, se diera el trabajo de despejar el espacio (normalmente atiborrado de objetos hasta el punto de que es imposible circular por él), abrirlo a visitantes y al propio personal del hospital, seleccionar algunos objetos y disponerlos ante la mirada de un público posible. Pero el gesto de Aninat es algo más ambiguo: estos objetos se volvieron parte de una instalación, incluso en algunos casos de una escultura, pero no llegan a constituir un museo, conservan su carácter enigmático (que todo museo reduce al clasificar, etiquetar, explicar y disponer en plintos o vitrinas los objetos que componen su colección). Su intervención no quiso o no pudo apropiarse completamente del espacio amplio, imponente, sobredimensionado del patio de luz con sus objetos y plantas, sino instalarse en él modificando de manera leve su lógica, e instalando en su centro un conjunto de objetos desde los que podemos preguntarnos por los procesos que la determinan.

Si continuamos recorriendo el perímetro de la instalación, aparecen una serie de vitrinas, en su mayoría vacías, excepto por una, restaurada, en cuyo interior nos encontramos con objetos fabricados por pacientes mientras esperan su turno, curiosas criaturas que me hacen pensar en el Odradek de Kafka. Los objetos que expone Aninat, fabricados de palitos, retazos de tela y trozos de hilo, parecen siempre a punto de ponerse a caminar, o estar esperando que alguien los abra para hacer aparecer el enigma que envuelven entre sus pliegues, y revelarnos que no hay en su interior secreto alguno sino sólo eso, pliegues que no esconden nada, que en algún momento sirvieron para conjurar el tiempo vacío de la espera y que ahora guardan en sus dobleces restos de ese tiempo muerto, de ese tiempo tenso, aletargado, aburrido, en el que tal vez vivimos todos, y no solamente los que están haciendo hora en una sala de espera de hospital.

Luego de algunas vitrinas que nos dan la espalda, dispuestas casi como una barricada improvisada, nos encontramos con una estructura parecida a un árbol, un caño vertical metálico del que emergen como ramas perpendiculares otros caños de los que cuelgan, sostenidos por cuerdas negras trenzadas a crochet, varios frascos vacíos y una suerte de probetas o alambiques, de función desconocida, implementos de una alquimia ya olvidada, contenedores de suero o de sangre, de humores humanos y sustancias químicas que en algún momento estuvieron conectados con un cuerpo, con su vida y sus latidos, y que ahora nos contemplan como frutos extraños desde las ramas de este árbol navideño enigmático, hierático, sin regalo alguno a sus pies, sin verde y sin luces de colores. Sigue una mesa cubierta de un plano trazado con hendiduras en yeso, con marcas de colores y fragmentos de escritura en lápiz de grafito, un par de máquinas de función desconocida de las que cuelgan como tentáculos, telarañas, líquenes o raíces, cuerdas de tela elástica negra. El perímetro termina con una escultura de cunas de metal blanco amarradas para construir una escultura que tiene algo de jaula de pájaros y también algo de muro de contención, de cierre provisorio que no aísla ni oculta, pero circunscribe el espacio de exposición (más allá del cual están las plantas de interior, como el jardín que rodeara esta casa virtual situada ella misma al interior de una suerte de invernadero).

Al centro, dispuestos sobre una suerte de estante de lectura de superficie inclinada, están los libros fabricados a mano por Aninat, y que recogen fragmentos de historias orales recopiladas por ella en muchísimas horas de conversación con el personal del hospital, junto a los dibujos realizados por los entrevistados durante esas conversaciones. Como escribe Soledad García, curadora de la muestra, en el díptico que la presenta, son “pergaminos humanos. Son porosos como la piel y se visten con una textura áspera como las callosidades de las manos o los pies. (…) Además, cada tela o página de los libros se encuentra rajada con sus impurezas, granos, hilachas e hilvanes enredados. En ese sentido (…) son el lado opuesto a los procedimientos del hospital, en donde por ejemplo las sábanas deben mantenerse limpias, lisas, sin arrugas, ni marcas de sudor, flujos o aceites de la piel. Por el contrario, similar a un cuerpo que se mantiene por mucho tiempo sobre una misma sábana, los libros registran sobre la tela las huellas íntimas y públicas de los propios relatos y vivencias de los trabajadores del hospital.” Se trata, entonces, de un conjunto de testimonios, al mismo tiempo de cuerpos que tocamos y con los que nos relacionamos táctilmente (y hasta con el olfato: tienen un olor muy marcado, distintivo y nítido) y de artefactos que condensan huellas de los cuerpos que estuvieron en contacto con ellos y de sus historias (transcritas por la artista de su puño y letra). Todos los libros, se pueden abrir, salvo dos, situados en una mesa aparte, en la portada de uno de los cuales está escrito “Me olvidé” (es el que más me habría gustado leer).

Uno tiende a pensar que estos libros funcionan como una suerte de archivo, como un memorial, como un conjunto de documentos que rescatan del olvido la maraña de historias de la vida cotidiana de quienes transitan por el hospital, sus sensaciones y afectos, su experiencia. Pero hojeando los libros, en realidad uno descubre que no es posible usarlos para reconstruir nada. En marcado y creo que deliberado contraste con los voluminosos libros de registro que la artista dispone junto a ellos, estos libros no presentan información ordenada sistemáticamente, ni un relato con personajes y una trama secuencial, ni siquiera el testimonio de experiencias de manera que nos resulten accesibles. No se trata propiamente, entonces, de rescatar las historias del olvido, redimiéndolas por medio de la memoria, sino de una modulación del olvido que lo hace visible, tangible, de una selección de corpúsculos o retazos de historias dejados de lado por la Historia y que esta muestra nos revela como irrecuperables, como “sin duda inolvidables y ya olvidados”, arrastrados por el torrente de acontecimientos, nombres propios, encuentros, formas de vida y formas de muerte que se dan cita en un hospital.

Estos libros son el resultado de un largo proceso de rajadura y recomposición del lienzo pictórico, que Aninat ensaya desde hace años en modalidades diferentes que comparten el rechazo de la pintura como un arte puramente óptico, destinado a la visión distanciada, y exploran las dimensiones de lo táctil, de lo corporal, de lo espacial, de la escritura y de lo experiencial. En ese sentido, si bien por una parte las relativamente gruesas y pesadas páginas de tela de estos libros funcionan como una suerte de pinturas plegadas, Patio de luz es también una obra de límites difusos, que se prolonga por los pasillos del hospital, que los invade como las operaciones que desde el 2011 la artista realiza allí, interactuando con pacientes en las salas de espera, pero también entrevistando al personal del hospital, y por tanto entrometiéndose en la abigarrada red de sus corredores, piezas, escaleras, ascensores y zaguanes, y conviviendo con la multitud de seres humanos que trajinan por ellos como abejas ocupadas en una colmena. La obra de Aninat es una invitación a extraviarse por el laberinto de este edificio algo inhóspito, repleto de rincones sorprendentes, en un barrio en el que convive con varios museos, bibliotecas, centros culturales de los que parece aislado por su condición de centro de salud, y con los que tal vez esta obra lo vincula secretamente por medio de un puente invisible.

Si el gesto básico de toda arquitectura es la erección de estructuras protectoras, con tendencia a lo monumental en el caso de la arquitectura institucional, Patio de luz se toma un espacio vacío, desangelado, habitualmente clausurado, y lo abre a la incerteza, a lo precario, a lo ambiguo y lo secreto, a lo laberíntico. En ese sentido, la mesa sobre la que hay trazado un mapa es menos un gesto de dominación cartográfica, de definición de coordenadas para orientarse, que un tablero de juego, una invitación al extravío, una cancha donde se despliega un partido en el que se juegan la vida y la muerte de manera cotidiana, no dramática ni épica sino que delicadamente, si nos damos el trabajo de demorarnos con la mirada en los movimientos normalmente invisibles que la recorren y que dejan en su superficie huellas mínimas, palabras a medio borrarse, polvillo de experiencia.


Patio de Luz (Artista: Francisca Aninat; curadora: Soledad García; fotografía: Sebastián Mejías; asistente de proyecto: Luis Mura; artistas colaboradoras: Bárbara Ramírez, Octavia Ahumada, Fernanda López; diseño: Mariana Babarovic)

Texto publicado en la revista Letras en Línea, Noviembre 2017.